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lunes, enero 06, 2020

Taller de Melodrama



















+ info: andychaconalvarez@hotmail.com



Requisitos:
- Memorizar una canción y un texto -entre 10 y 20 líneas- (material a elección relacionado con el género)
- Ropa cómoda
- Traer una pollera amplia (tipo paisana) + un saco o impermeable



Abordaje:
Ejercicios de entrenamiento e improvisación orientados a desarrollar la capacidad de componer e interpretar las figuras del género y las variables de su estructura.
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Desarrollo temático:

  • Orígenes del melodrama. Características fundamentales. Melodrama europeo. Melodrama latinoamericano.
  • Secuencias de acción, cadencias, calidades, estados. Las grandes emociones y la "condición melodramática”
  • Figuras: La bella pobre. Los galanes. Los villanos. La nodriza. La institutriz. Los herederos. Los niños perdidos. Los huérfanos. Los enfermos fingidos.
  • Estructuras tipo.
  • La mirada fantástica y la estructura del cuento de hadas.
  • Lo sentimental y lo trágico. Las corazonadas. Virtud del presentimiento. La intuición. Desgracia total vs. felicidad absoluta. La ensoñación romántica. 
  • El estímulo musical: Chopin y el vals cantado de principios de siglo XX hasta la canción romántica actual y su validez estética
  • Mundo poético en la producción teatral de Manuel Puig. El collage de textos y de géneros. Influencia del melodrama hollywoodense. El lenguaje y la estética de folletín. 
     
  • Uso expresivo del cuerpo. Máscara neutra: La calma, el silencio, el equilibrio. Los cuatro elementos: estudio dinámico de la naturaleza al servicio del personaje.
     
  • Constantes del cuerpo en acción: espacio, tiempo y energía. - Presencia-tensión-respiración-. Uso de las variables espaciales: Niveles- Direcciones- Trayectoria- Diseño. La esfera de movimiento de Rudolf Laban. Las acciones como forma de representación. El espacio escénico. Sentido integral de la escena.


Bibliografía:
Stanley Cavell, "Contesings Tears, el melodrama hollywoodense de la mujer desconocida"; Kilómetro 111 Nro. 7. Buenos Aires, Santiago Arcos, 2008.
Beatriz Sarlo, El imperio de los sentimientos. Buenos Aires, Norma, 2000.
Susan Sontag, "Notas sobre lo Camp", Contra la interpretación. Buenos Aires, Alfaguara, 1996.
Manuel Puig, Bajo un manto de estrellas. Buenos Aires, Beatriz Viterbo, 1997.
Manuel Puig, Triste golondrina macho. Buenos Aires, Beatriz Viterbo, 1997.
Manuel Puig, Cae la noche tropical. Buenos Aires, Seix Barral, 2004.
Griselda Gambaro; La Malasangre, Teatro 1. Buenos aires, Ediciones de la Flor, 2004
Roberto Arlt, Trescientos millones. Buenos Aires, Losada



Si participaste alguna vez en los seminarios del taller y querés compartir nuestra práctica de entrenamiento en otros ámbitos, sólo te pedimos que cites la fuente.






Conversación con Manuel Puig: La redención de la cursilería


(Fragmento de la entrevista realizada por Danubio Torres Fierro a Manuel Puig para la Revista Eco -num.173- en relación a su cuarta novela El beso de la Mujer Araña. Bogotá. Marzo 1975)


-¿ Ves esta novela como solitaria con las demás?
-Creo que tiene mucho que ver, en especial con la Traición de Rita Hayworth, donde había personajes que relataban cosas. Creo que en esta ocasíon me lanzo más al terreno del mal gusto mientras que en las demás lo veía a través de los personajes; es decir en Boquitas Pintadas trataba la cursilería porque, al tener que ocuparme de esos personajes, era inevitable. Interpretaba la cursilería como un fenómeno generado en argentinos de primera generación. Tu sabes que la masa de la población argentina fue formada por la inmigración de principios de siglo, sobre todo italianos, y esos campesinos que llegaron a cambiar de status era gente que venía a olvidar sus tradiciones, no a continuarlas. Por eso a sus hijos no le aportaron nada culturalmente, ya que todo lo que fuera su tradición convenía olvidarlo. Eso explica que los hijos tuvieran, ante todo que inventarse un idioma porque en la casa no aprendían el español. Allí sólo se hablaban dialectos. Este estilo de vida y este idioma que tuvieron que aprender, sobre todo en la calle, debió hechar mano a modelos totalmente irreales, como el cancionero, los subtítulos del cine, la radio, el periodismo más popular y, en particular, el tono truculento del tango. Esos modelos además de irreales eran retóricos. Ah!, me olvidaba: también estaba el lenguaje ultraretórico de los libros de lectura en la escuela primaria. Todo esto los llevó a un callejón sin salida. Existía, en todos ellos, el deseo de mejorar, de acceder a otro nivel, pero el ideal de fineza y elegancia sólo los conducía a la cursilería.
-Ese es ni más ni menos el contexto de tus novelas
-Yo trabajo mucho con el lenguaje de los personajes, y de él se desprende ciertamente un torrente de cursilería. Me interesaba trabajar con ese lenguaje que auspiciaba la gran pasión, esa retórica del gran amor, del gran sacrificio, de la nobleza. El drama de esa gente era que tenía que hablar ese lenguaje, pero no podía actuar de acuerdo a él. Lo que me importaba era jugar con ese contraste, es decir, con el hecho de que ellos creían en esa retórica de la pasión porque habían sido educados en esos tangos, en esos filmes; aunque, en el fondo se trataba de una creencia muy superficial. Ya sabemos que las reglas del juego eran otras en la clase media. Se trataba de actuar muy calculadamente, y no pasionalmente. Yo veo a la clase media de aquel tiempo como rindiendo exámen constantemente. Lo que se imponía era el autocontrol. La represión en todos sus aspectos, empezando por el sexual, con ese riutual de la seducción y el posterior abandono que lo caracterizaba.
-¿Eso a dónde te llevó?
-A que, a través de mis personajes, me las viera con el mal gusto, con la cursilería. Me fascinaba el fenómeno de la cursilería. Pero me quedaba ahí, en al reproducción, en el análisis. Creo que conscientemente (inconscientemente sí) no lo gozaba.
-Se puede advertir que, en la medida que vas creando y registrando ese lenguaje y esa forma de ser, introduces dosis de acidez, de corrosión.
-Espero que a través de la lectura, salga en claro que los personajes no son totalmente responsables de su conducta. Son producto de su medio. Lo que los oprime es la imposibilidad de pensar por sí mismos, de ser originales. Ellos mismos se encargan de cavarse la fosa; la mujer en base al sometimiento y el hombre al creer en la máscara que lleva de la superioridad del mando. Pero retomando lo que te decía, trabajaba con la cursilería e, inconscientemente, ya estaba gozándola: Ahora me parece que hay que ir un poco más allá. Porque debo reconocer que gozo muchísimo con ciertas manifestaciones de lo que se llama mal gusto. Y descubro, en su habitual rechazo, otra forma de represión. Hubo una acción represiva del buen gusto durante siglos y por eso, hay que reconsiderarlo todo.
-¿Sería algo similar a lo que proponen el kitsch y el camp?
-Sí, por ahí. Pero el moviento kitsch se presenta de alguna manera, como culpable, es algo vergonzante. Entra en materia, aunque con cierta distancia. Yo quisiera eliminar esa distancia impulsado por un intento de sinceridad. Si gozo con algunas manifestaciones del llamado mal gusto debo aceptarlo y, por eso, investigarme, no traicionarme. Si me gustan esas cosas las voy a vivir, las voy a defender. Eso es lo que hago en esta nueva novela. Tengo el temor de que las formas cultas del arte hayan ejercido una grave represión, y de que haya posibilidades fascinantes dentro de las expresiones condenadas o descartadas. Uno de los protagonistas de esta novela soy yo en buena medida, y a través de él estoy saboreando las películas más denigradas y las letras de los boleros más bochornosos.


miércoles, enero 18, 2012

Arnold Schoemberg / Tratado de Armonía

La ordenación que llamamos "forma artística", no es una finalidad en si, sino un medio auxiliar. Como tal podemos aceptarla, pero rechazándola si se nos quiere presentar como un valor superior, como una estética. Eso no quiere decir que deban faltar en una obra de arte el orden, la claridad y la inteligibilidad, sino simplemente que por "orden" no debemos entender sólo aquellas cualidades que nosotros percibimos como tales. Pues la naturaleza es también hermosa cuando no la comprendemos y cuando nos aparece como caótica.
Una vez curados de la locura de pensar que el artista crea por razones de belleza, una vez que que se ha reconocido que sólo la necesidad lo obliga a producir lo que, quizás, designaremos luego como belleza, entonces es cuando se comprende que la inteligibilidad y la claridad no son condiciones que el artista necesita para instalarlas en la obra de arte, sino condiciones que el espectador espera ver satisfechas. En las obras que el espectador conoce hace tiempo, como las obras maestras del pasado, incluso el espectador inexperto encuentra tales condiciones; porque ha tenido tiempo de adaptrase. Pero en las obras nuevas o desconocidas para él hay que dejarle tiempo.


Lo que hoy es lejano, mañana será quizás cercano, basta con ser capaz de acercarse.

miércoles, agosto 03, 2011

Leonard Cohen / Cómo decir poesía

Publicado en Página 12 el 5 de junio de 2011


Por ejemplo la palabra “mariposa”. Para usar esta palabra no hace falta aligerar la voz, ni dotarla de pequeñas alas empolvadas, ni inventar un día soleado o un campo de narcisos, ni estar enamorado, ni estar enamorado de las mariposas. La palabra “mariposa” no es una mariposa de verdad. Está la palabra y está la mariposa. La gente tendrá todo el derecho a reírse de ti si confundes estos dos conceptos. No le des tanta importancia a la palabra. ¿Qué quieres transmitir, que amas a las mariposas con más perfección que nadie o que entiendes realmente su naturaleza? La palabra “mariposa” no es más que un dato. No te da pie a revolotear, elevarte, proteger las flores, simbolizar la belleza y la fragilidad o interpretar de alguna forma a una mariposa. No representes las palabras. No representes nunca las palabras. No intentes nunca despegar del suelo cuando hables de volar, ni gires la cabeza y cierres los ojos cuando hables de la muerte. No me mires con ojos ardientes cuando hables del amor. Si quieres impresionarme al hablar del amor, métete la mano en el bolsillo o debajo del vestido y acaríciate. Si tu ambición y tu hambre de aplausos te han llevado a hablar del amor, debes aprender a hacerlo sin desacreditarte a ti mismo ni lo que dices.

¿Qué expresión podría definir a nuestra época? Nuestra época no tolera expresión alguna. Todos hemos visto fotografías de madres asiáticas desoladas, así que no nos interesa la agonía de tus órganos achacosos. Nada de lo que puedas expresar con tu cara tiene parangón con el horror de nuestro tiempo. No lo intentes siquiera. Sólo merecerías el desprecio de los que han sido tocados en lo más hondo. Todos hemos visto noticieros con seres humanos embargados por el dolor y la desazón. Todos sabemos que comes como Dios manda y que hasta te pagan para que te subas a un escenario. Estás tocando para gente que ha vivido catástrofes, así que tranquilízate. Di las palabras, transmite los datos y hazte a un lado. Todos sabemos que sufres. No puedes contarle al público todo lo que sabes del amor en cada verso de amor que digas. Hazte a un lado: la gente sabrá lo que tú sabes porque ya lo sabía. No tienes nada que enseñarles. No eres más hermoso que ellos. Ni más sabio. No les grites. No fuerces una entrada en seco. Eso es sexo mal practicado. Si muestras el contorno de tus genitales, entrega lo que prometes. Y recuerda que, en el fondo, la gente no quiere acróbatas en la cama. ¿Qué necesitamos? Estar cerca del hombre natural, estar cerca de la mujer natural. No quieras ser un cantante venerado por un público numeroso y leal que desde siempre ha seguido los altibajos de tu carrera. Las bombas, lanzallamas y demás mierdas han destruido algo más que árboles y poblados. También han destruido los escenarios. ¿Acaso creías que tu profesión iba a escapar de la destrucción general? Ya no hay escenarios. Ya no hay candilejas. Estás entre la gente, por lo tanto sé modesto. Di las palabras, transmite los datos y hazte a un lado. Quédate solo. Quédate en tu habitación. No montes un número.

Se trata de un paisaje interior. Está dentro y es privado. Respeta la intimidad de tus textos, pues fueron escritos en silencio. La valentía de la interpretación es decirlos. La disciplina de la interpretación es no violarlos. Deja que el público sienta tu amor por la intimidad aunque ésta no exista. Sé una buena puta. El poema no es un slogan. No puede promocionarte. No puede fomentar tu reputación de sensible. No eres un semental. No eres un ladrón de corazones. Tanto gangster del amor y tanta tontería. Eres un estudiante de disciplina. No representes las palabras. Las palabras mueren cuando las representas, se marchitan, y no nos queda más que tu ambición.

Di las palabras con la precisión exacta con que comprobarías la ropa de tu colada. No te conmuevas con una blusa de encaje. Unas braguitas no tienen por qué ponértela dura. No tiembles al ver una toalla. Las sábanas no han de dibujar una expresión de ensueño alrededor de tus ojos. No hace falta que llores en el pañuelo. Los calcetines no están ahí para evocarte extraños y lejanos viajes. No es más que tu colada. No es más que tu ropa. No seas un mirón escudriñando a través de ella. Limítate a llevarla puesta.

El poema es mera información. Es la Constitución de la patria interna. Si lo declamas y lo hinchas con nobles intenciones, no eres mejor que esos políticos que tanto desprecias. No haces más que agitar una bandera y llamar patéticamente a la patriotería emocional. Piensa en las palabras como ciencia, no como arte. Son un informe. Es como si dieras una conferencia en la Federación de Montañismo. Las personas que te escuchan conocen todos los riesgos de la escalada, y te honran dando por sentado que lo sabes. Si se los pasas por la cara, estás insultando la hospitalidad que te ofrecen. Infórmales de la altitud de la montaña, describe el equipo que utilizaste, especifica el tipo de superficie y fija el tiempo que duró la escalada. No busques dejar al público boquiabierto. Si el público se queda boquiabierto, no será debido a tu apreciación de los hechos, sino a la suya. Tu mérito estará en la estadística y no en las inflexiones de tu voz ni en los ademanes enérgicos de tus manos. Estará en los datos y en la tranquila organización de tu presencia.

Evita las fiorituras. No temas ser débil. No te avergüences de estar cansado. Tienes buen aspecto cuando estás cansado. Parece como si pudieras seguir y seguir sin parar. Y ahora ven a mis brazos. Eres la imagen de mi belleza.



La semana pasada, el canadiense Leonard Cohen recibió el premio Príncipe de Asturias en Literatura. Además de ser el cantautor de voz bíblica y lirismo sexual por lo que es conocido y admirado en buena parte del mundo, a los 76 años sigue fiel a su primera vocación: la poesía. Publicó su primer poemario, Comparemos mitologías, en 1951. Desde entonces, editó dos novelas (El juego favorito y Hermosos perdedores, recientemente reeditadas por Edhasa) y más de una docena de libros de poesía (el último hasta ahora, Libro del anhelo, es del 2006 y fue publicado por Lumen España; la mayoría de los otros, como Flores para Hitler, La energía de los esclavos y La caja de especias de la tierra se consiguen por Visor). Esta suerte de arte poética está incluida en La muerte de un mujeriego.
Al momento de anunciarse el premio, Cohen estaba descansando después de una gira maratónica de más de un año, la primera después de una larga década recluido en un monasterio zen, y con la que intentó recuperar algo de los ahorros con los que huyó su manager durante ese tiempo.

martes, noviembre 09, 2010

El cuerpo utópico. Michel Foucault

Publicado en Página 12 el 29/10/2010

La conferencia “El cuerpo utópico”, de 1966, integra el libro El cuerpo utópico. Las heterotopías, de reciente aparición (ed. Nueva Visión).

Apenas abro los ojos, ya no puedo escapar a ese lugar que Proust, dulcemente, ansiosamente, viene a ocupar una vez más en cada despertar1. No es que me clave en el lugar –porque después de todo puedo no sólo moverme y removerme, sino que puedo moverlo a él, removerlo, cambiarlo de lugar–, sino que hay un problema: no puedo desplazarme sin él; no puedo dejarlo allí donde está para irme yo a otra parte. Puedo ir hasta el fin del mundo, puedo esconderme, de mañana, bajo mis mantas, hacerme tan pequeño como pueda, puedo dejarme fundir al sol sobre la playa, pero siempre estará allí donde yo estoy. El está aquí, irreparablemente, nunca en otra parte. Mi cuerpo es lo contrario de una utopía, es lo que nunca está bajo otro cielo, es el lugar absoluto, el pequeño fragmento de espacio con el cual, en sentido estricto, yo me corporizo.

Mi cuerpo, topía despiadada. ¿Y si, por fortuna, yo viviera con él en una suerte de familiaridad gastada, como con una sombra, como con esas cosas de todos los días que finalmente he dejado de ver y que la vida pasó a segundo plano, como esas chimeneas, esos techos que se amontonan cada tarde ante mi ventana? Pero todas las mañanas, la misma herida; bajo mis ojos se dibuja la inevitable imagen que impone el espejo: cara delgada, hombros arqueados, mirada miope, ausencia de pelo, nada lindo, en verdad. Y es en esta fea cáscara de mi cabeza, en esta jaula que no me gusta, en la que tendré que mostrarme y pasearme; a través de esta celosía tendré que hablar, mirar, ser mirado; bajo esta piel tendré que reventar. Mi cuerpo es el lugar irremediable al que estoy condenado. Después de todo, creo que es contra él y como para borrarlo por lo que se hicieron nacer todas esas utopías. El prestigio de la utopía, la belleza, la maravilla de la utopía, ¿a qué se deben? La utopía es un lugar fuera de todos los lugares, pero es un lugar donde tendré un cuerpo sin cuerpo, un cuerpo que será bello, límpido, transparente, luminoso, veloz, colosal en su potencia, infinito en su duración, desligado, invisible, protegido, siempre transfigurado; y es bien posible que la utopía primera, aquella que es la más inextirpable en el corazón de los hombres, sea precisamente la utopía de un cuerpo incorpóreo. El país de las hadas, el país de los duendes, de los genios, de los magos, y bien, es el país donde los cuerpos se transportan tan rápido como la luz, es el país donde las heridas se curan con un bálsamo maravilloso en el tiempo de un rayo, es el país donde uno puede caer de una montaña y levantarse vivo, es el país donde se es visible cuando se quiere, invisible cuando se lo desea. Si hay un país mágico es realmente para que en él yo sea un príncipe encantado y todos los lindos lechuguinos se vuelvan peludos y feos como osos.
Pero hay también una utopía que está hecha para borrar los cuerpos. Esa utopía es el país de los muertos, son las grandes ciudades utópicas que nos dejó la civilización egipcia. Después de todo, las momias, ¿qué son? Es la utopía del cuerpo negado y transfigurado. La momia es el gran cuerpo utópico que persiste a través del tiempo. También existieron las máscaras de oro que la civilización micénica ponía sobre las caras de los reyes difuntos: utopía de sus cuerpos gloriosos, poderosos, solares, terror de los ejércitos. Existieron las pinturas y las esculturas de las tumbas; los yacientes, que desde la Edad Media prolongan en la inmovilidad una juventud que ya no tendrá fin. Existen ahora, en nuestros días, esos simples cubos de mármol, cuerpos geometrizados por la piedra, figuras regulares y blancas sobre el gran cuadro negro de los cementerios. Y en esa ciudad de utopía de los muertos, hete aquí que mi cuerpo se vuelve sólido como una cosa, eterno como un dios.

Pero tal vez la más obstinada, la más poderosa de esas utopías por las cuales borramos la triste topología del cuerpo nos la suministra el gran mito del alma, desde el fondo de la historia occidental. El alma funciona en mi cuerpo de una manera muy maravillosa. En él se aloja, por supuesto, pero bien que sabe escaparse de él: se escapa para ver las cosas, a través de las ventanas de mis ojos, se escapa para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando muero. Mi alma es bella, es pura, es blanca; y si mi cuerpo barroso –en todo caso no muy limpio– viene a ensuciarla, seguro que habrá una virtud, seguro que habrá un poder, seguro que habrá mil gestos sagrados que la restablecerán en su pureza primigenia. Mi alma durará largo tiempo, y más que largo tiempo, cuando mi viejo cuerpo vaya a pudrirse. ¡Viva mi alma! Es mi cuerpo luminoso, purificado, virtuoso, ágil, móvil, tibio, fresco; es mi cuerpo liso, castrado, redondeado como una burbuja de jabón.
Y hete aquí que mi cuerpo, por la virtud de todas esas utopías, ha desaparecido. Ha desaparecido como la llama de una vela que alguien sopla. El alma, las tumbas, los genios y las hadas se apropiaron por la fuerza de él, lo hicieron desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, soplaron sobre su pesadez, sobre su fealdad, y me lo restituyeron resplandeciente y perpetuo.
Pero mi cuerpo, a decir verdad, no se deja someter con tanta facilidad. Después de todo, él mismo tiene sus recursos propios de lo fantástico; también él posee lugares sin lugar y lugares más profundos, más obstinados todavía que el alma, que la tumba, que el encanto de los magos. Tiene sus bodegas y sus desvanes, tiene sus estadías oscuras, sus playas luminosas. Mi cabeza, por ejemplo, mi cabeza: qué extraña caverna abierta sobre el mundo exterior por dos ventanas, dos aberturas, bien seguro estoy de eso, puesto que las veo en el espejo; y además, puedo cerrar una u otra por separado. Y sin embargo no hay más que una sola de esas aberturas, porque delante de mí no veo más que un solo paisaje, continuo, sin tabiques ni cortes. Y en esa cabeza, ¿cómo ocurren las cosas? Y bien, las cosas vienen a alojarse en ella. Entran allí –y de eso estoy muy seguro, de que las cosas entran en mi cabeza cuando miro, porque el sol, cuando es demasiado fuerte y me deslumbra, va a desgarrar hasta el fondo de mi cerebro–, y sin embargo esas cosas que entran en mi cabeza siguen estando realmente en el exterior, puesto que las veo delante de mí y, para alcanzarlas, a mi vez debo avanzar.

Cuerpo incomprensible, cuerpo penetrable y opaco, cuerpo abierto y cerrado: cuerpo utópico. Cuerpo absolutamente visible, en un sentido: muy bien sé lo que es ser mirado por algún otro de la cabeza a los pies, sé lo que es ser espiado por detrás, vigilado por encima del hombro, sorprendido cuando menos me lo espero, sé lo que es estar desnudo; sin embargo, ese mismo cuerpo que es tan visible, es retirado, es captado por una suerte de invisibilidad de la que jamás puedo separarlo. Ese cráneo, ese detrás de mi cráneo que puedo tantear, allí, con mis dedos, pero jamás ver; esa espalda, que siento apoyada contra el empuje del colchón sobre el diván, cuando estoy acostado, pero que sólo sorprenderé mediante la astucia de un espejo; y qué es ese hombro, cuyos movimientos y posiciones conozco con precisión pero que jamás podré ver sin retorcerme espantosamente. El cuerpo, fantasma que no aparece sino en el espejismo de los espejos y, todavía, de una manera fragmentaria. ¿Acaso realmente necesito a los genios y a las hadas, y a la muerte y al alma, para ser a la vez indisociablemente visible e invisible? Y además ese cuerpo es ligero, es transparente, es imponderable; nada es menos cosa que él: corre, actúa, vive, desea, se deja atravesar sin resistencia por todas mis intenciones. Sí. Pero hasta el día en que siento dolor, en que se profundiza la caverna de mi vientre, en que se bloquean, en que se atascan, en que se llenan de estopa mi pecho y mi garganta. Hasta el día en que se estrella en el fondo de mi boca el dolor de muelas. Entonces, entonces ahí dejo de ser ligero, imponderable, etc.; me vuelvo cosa, arquitectura fantástica y arruinada.

No, realmente, no se necesita sortilegio ni magia, no se necesita un alma ni una muerte para que sea a la vez opaco y transparente, visible e invisible, vida y cosa; para que sea utopía basta que sea un cuerpo. Todas esas utopías por las cuales esquivaba mi cuerpo, simplemente tenían su modelo y su punto primero de aplicación, tenían su lugar de origen en mi propio cuerpo. Estaba muy equivocado hace un rato al decir que las utopías estaban vueltas contra el cuerpo y destinadas a borrarlo: ellas nacieron del propio cuerpo y tal vez luego se volvieron contra él.

En todo caso, una cosa es segura, y es que el cuerpo humano es el actor principal de todas las utopías. Después de todo, una de las más viejas utopías que los hombres se contaron a ellos mismos, ¿no es el sueño de cuerpos inmensos, desmesurados, que devorarían el espacio y dominarían el mundo? Es la vieja utopía de los gigantes, que se encuentra en el corazón de tantas leyendas, en Europa, en Africa, en Oceanía, en Asia; esa vieja leyenda que durante tanto tiempo alimentó la imaginación occidental, de Prometeo a Gulliver.

También el cuerpo es un gran actor utópico, cuando se trata de las máscaras, del maquillaje y del tatuaje. Enmascararse, maquillarse, tatuarse, no es exactamente, como uno podría imaginárselo, adquirir otro cuerpo, simplemente un poco más bello, mejor decorado, más fácilmente reconocible; tatuarse, maquillarse, enmascararse, es sin duda algo muy distinto, es hacer entrar al cuerpo en comunicación con poderes secretos y fuerzas invisibles. La máscara, el signo tatuado, el afeite depositan sobre el cuerpo todo un lenguaje: todo un lenguaje enigmático, todo un lenguaje cifrado, secreto, sagrado, que llama sobre ese mismo cuerpo la violencia del dios, el poder sordo de lo sagrado o la vivacidad del deseo. La máscara, el tatuaje, el afeite colocan al cuerpo en otro espacio, lo hacen entrar en un lugar que no tiene lugar directamente en el mundo, hacen de ese cuerpo un fragmento de espacio imaginario que va a comunicar con el universo de las divinidades o con el universo del otro. Uno será poseído por los dioses o por la persona que uno acaba de seducir. En todo caso la máscara, el tatuaje, el afeite son operaciones por las cuales el cuerpo es arrancado a su espacio propio y proyectado a otro espacio.

Escuchen, por ejemplo, este cuento japonés y la manera en que un tatuador hace pasar a un universo que no es el nuestro el cuerpo de la joven que él desea:
“El sol disparaba sus rayos sobre el río e incendiaba el cuarto de las siete esteras. Sus rayos reflejados sobre la superficie del agua formaban un dibujo de olas doradas sobre el papel de los biombos y sobre la cara de la joven profundamente dormida. Seikichi, tras haber corrido los tabiques, tomó entre sus manos sus herramientas de tatuaje. Durante algunos instantes permaneció sumido en una suerte de éxtasis. Precisamente ahora saboreaba plenamente la extraña belleza de la joven. Le parecía que podía permanecer sentado ante ese rostro inmóvil durante decenas y centenas de años sin jamás experimentar ni fatiga ni aburrimiento. Así como el pueblo de Menfis embellecía antaño la tierra magnífica de Egipto de pirámides y de esfinges, así Seikichi con todo su amor quiso embellecer con su dibujo la piel fresca de la joven. Le aplicó de inmediato la punta de sus pinceles de color sostenidos entre el pulgar, el anular y el dedo pequeño de la mano izquierda, y a medida que las líneas eran dibujadas, las pinchaba con su aguja sostenida en la mano derecha”.

Y si se piensa que la vestimenta sagrada, o profana, religiosa o civil hace entrar al individuo en el espacio cerrado de lo religioso o en la red invisible de la sociedad, entonces se ve que todo cuanto toca al cuerpo –-dibujo, color, diadema, tiara, vestimenta, uniforme–, todo eso hace alcanzar su pleno desarrollo, bajo una forma sensible y abigarrada, las utopías selladas en el cuerpo.

Pero acaso habría que descender una vez más por debajo de la vestimenta, acaso habría que alcanzar la misma carne, y entonces se vería que en algunos casos, en su punto límite, es el propio cuerpo el que vuelve contra sí su poder utópico y hace entrar todo el espacio de lo religioso y lo sagrado, todo el espacio del otro mundo, todo el espacio del contramundo, en el interior mismo del espacio que le está reservado. Entonces, el cuerpo, en su materialidad, en su carne, sería como el producto de sus propias fantasías. Después de todo, ¿acaso el cuerpo del bailarín no es justamente un cuerpo dilatado según todo un espacio que le es interior y exterior a la vez? Y también los drogados, y los poseídos; los poseídos, cuyo cuerpo se vuelve infierno; los estigmatizados, cuyo cuerpo se vuelve sufrimiento, redención y salvación, sangrante paraíso.

Realmente era necio, hace un rato, de creer que el cuerpo nunca estaba en otra parte, que era un aquí irremediable y que se oponía a toda utopía.
Mi cuerpo, de hecho, está siempre en otra parte, está ligado a todas las otras partes del mundo, y a decir verdad está en otra parte que en el mundo. Porque es a su alrededor donde están dispuestas las cosas, es con respecto a él –y con respecto a él como con respecto a un soberano– como hay un encima, un debajo, una derecha, una izquierda, un adelante, un atrás, un cercano, un lejano. El cuerpo es el punto cero del mundo, allí donde los caminos y los espacios vienen a cruzarse, el cuerpo no está en ninguna parte: en el corazón del mundo es ese pequeño núcleo utópico a partir del cual sueño, hablo, expreso, imagino, percibo las cosas en su lugar y también las niego por el poder indefinido de las utopías que imagino. Mi cuerpo es como la Ciudad del Sol, no tiene un lugar pero de él salen e irradian todos los lugares posibles, reales o utópicos.

Después de todo, los niños tardan mucho tiempo en saber que tienen un cuerpo. Durante meses, durante más de un año, no tienen más que un cuerpo disperso, miembros, cavidades, orificios, y todo esto no se organiza, todo esto no se corporiza literalmente sino en la imagen del espejo. De una manera más extraña todavía, los griegos de Homero no tenían una palabra para designar la unidad del cuerpo. Por paradójico que sea, delante de Troya, bajo los muros defendidos por Héctor y sus compañeros, no había cuerpo, había brazos alzados, había pechos valerosos, había piernas ágiles, había cascos brillantes por encima de las cabezas: no había un cuerpo. La palabra griega que significa cuerpo no aparece en Homero sino para designar el cadáver. Es ese cadáver, por consiguiente, es el cadáver y es el espejo quienes nos enseñan (en fin, quienes enseñaron a los griegos y quienes enseñan ahora a los niños) que tenemos un cuerpo, que ese cuerpo tiene una forma, que esa forma tiene un contorno, que en ese contorno hay un espesor, un peso, en una palabra, que el cuerpo ocupa un lugar. Es el espejo y es el cadáver los que asignan un espacio a la experiencia profunda y originariamente utópica del cuerpo; es el espejo y es el cadáver los que hacen callar y apaciguan y cierran sobre un cierre –-que ahora está para nosotros sellado– esa gran rabia utópica que hace trizas y volatiliza a cada instante nuestro cuerpo. Es gracias a ellos, es gracias al espejo y al cadáver por lo que nuestro cuerpo no es lisa y llana utopía. Si se piensa, empero, que la imagen del espejo está alojada para nosotros en un espacio inaccesible, y que jamás podremos estar allí donde estará nuestro cadáver, si se piensa que el espejo y el cadáver están ellos mismos en un invencible otra parte, entonces se descubre que sólo unas utopías pueden encerrarse sobre ellas mismas y ocultar un instante la utopía profunda y soberana de nuestro cuerpo.

Tal vez habría que decir también que hacer el amor es sentir su cuerpo que se cierra sobre sí, es finalmente existir fuera de toda utopía, con toda su densidad, entre las manos del otro. Bajo los dedos del otro que te recorren, todas las partes invisibles de tu cuerpo se ponen a existir, contra los labios del otro los tuyos se vuelven sensibles, delante de sus ojos semicerrados tu cara adquiere una certidumbre, hay una mirada finalmente para ver tus párpados cerrados. También el amor, como el espejo y como la muerte, apacigua la utopía de tu cuerpo, la hace callar, la calma, y la encierra como en una caja, la clausura y la sella. Por eso es un pariente tan próximo de la ilusión del espejo y de la amenaza de la muerte; y si a pesar de esas dos figuras peligrosas que lo rodean a uno le gusta tanto hacer el amor es porque, en el amor, el cuerpo está aquí.

1 La recuperación del cuerpo en el proceso del despertar es un tema recurrente en la obra de Marcel Proust. (N. de la R.)

miércoles, marzo 03, 2010

Roland Barthes. El arte vocal burgués


Parecerá impertinente querer enseñarle a un excelente barítono como Gérard Souzay, pero un disco en el que este cantante registró algunas melodías de Fauré, me parece ilustrar claramente una mitología musical donde se reencuentran los principales signos del arte burgués. Este arte es esencialmente señalístico, no se da tregua hasta imponer, no la emoción, sino los signos de la emoción. Y es precisamente lo que hace Gérard Souzay. Si, por ejemplo, tiene que cantar una tristeza espantosa, no se contenta con el simple contenido semántico de las palabras, ni con la línea musical que las sostiene: necesita, además, dramatizar la fonética de lo espan­toso, suspender y luego hacer explotar la fricativa doble, desencadenar la desdicha dentro del espesor mismo de las letras. Nadie puede ignorar que se trata de congojas particularmente terribles. Desgraciadamente, ese pleonasmo de intenciones no sólo ahoga la palabra sino también la música y principalmente su unión, objeto mismo del arte vocal. Con la música ocurre lo mismo que con las otras artes, incluida la literatura: la forma más alta de la expresión artística está del lado de la literalidad, es decir, de cierta álgebra. Es necesario que la forma tienda a la abstracción, lo que, como se sabe, de ningún modo es contrario a la sensualidad.

Precisamente, lo que el arte burgués rechaza es esa tendencia. El arte burgués toma a sus consumidores por ingenuos a quienes es necesario darles el trabajo masticado y sobreindicar la intención; teme que no se lo capte suficientemente (el arte es también una ambigüedad que contradice constantemente, en cierto sentido, su propio mensaje; sobre todo la música, que en si no es nunca ni triste ni alegre). Subrayar la palabra mediante el relieve abusivo de su fonética, pretender que la gutural de la palabra creuse* sea el pico que desgarra la tierra y la dental de seno la dulzura que penetra, es practicar una literalidad de intención y no de descripción, es establecer correspondencias abusivas. Es bueno recordar, por otra parte, que el espíritu melodramático que muestra la interpretación de Gérard Souzay es, precisamente, una de las adquisiciones históricas de la burguesía. Esa misma sobrecarga de intenciones la reencontramos en el arte de nuestros actores tradicionales que, como se sabe, son actores formados por la burguesía y para ella.

Esta especie de puntillismo fonético, que otorga a cada letra una importancia incongruente, llega a veces a lo absurdo: la reduplicación de las de solennel* produce una solemnidad grotesca y resulta un tanto asqueante la felicidad que se pretende significar a través del énfasis inicial con que expulsa de la boca, como si fuera el hueso de una fruta, la palabra bonheur.**
Todo esto se vincula, además, a una constante mitológica de la que hemos hablado a propósito de la poesía: concebir al arte como una suma de detalle plenamente significante. La puntillosa perfección de Gérard Souzay equivale exactamente al gusto de Minou Drouet por la metáfora detallista, o a los trajes de las volátiles de Chanteclerc, hechos (en 1910) con plumas superpuestas una a una. Este arte está como intimidado por el detalle, que nada tiene que ver con el realismo; el realismo supone una tipificación, es decir una presencia de la estructura y por lo tanto del tiempo.

Un tal arte analítico está condenado al fracaso, sobre todo en música, cuya verdad puede ser sólo de orden respiratorio, prosódico y jamás fonético. Los fraseos de Gérard Souzay son destruidos permanentemente por la expresión excesiva de una palabra, encargada torpemente de inocular un orden intelectual parásito en la superficie sin costura del canto. Pareciera tocarse aquí una dificultad mayor de la ejecución musical: hacer surgir el matiz de una zona interna de la música y. no imponerlo desde el exterior como un signo pura­mente intelectual. Existe una verdad sensual de la música, verdad suficiente, que no tolera la molestia de una expresión. Es por eso que la interpretación de excelentes virtuosos nos deja tan a menudo insatisfechos: su rubato, demasiado espectacular, fruto de un esfuerzo visible en pos de la significación, destruye un organismo que contiene en sí, escrupulosamente, su propio mensaje. Algunos aficionados, o mejor aún, algunos profesionales que han sabido encontrar lo que se podría llamar la letra total del texto musical, como Panzera en canto o Lipatti en piano, consiguen no añadir a la música ninguna intención; no se obstinan servicialmente en torno a cada detalle, al contrario de lo que hace el arte burgués que siempre resulta indiscreto. Ellos confían en la materia inmediatamente definitiva de la música.


* Hueca, en castellano. Dejamos la palabra en francés para que tenga sentido la referencia fonética. [t.]
* Solemne, en castellano, ídem al caso anterior. [t.]
* Felicidad, en castellano. [t.]*

Mitologías
Trad. Héctor Schmucler
Madrid, Siglo XXI, 1999




sábado, junio 23, 2007

La Tempestad. Notas breves y caóticas.

J. M. WILLIAM TURNER (1775-1851)
El alba en el castillo de Norham (1835)
  • Los Cuadernos de Turner
Al borde de la disolución...(Ver Acto IV)
Sus pinturas y sus cuadernos de notas, bellos e impalpables, parecen disiparse en el aire.
Entre 1830 y 1840 Turner realiza tres viajes a Venecia, una ciudad que lo conmueve profundamente y donde pinta obras maravillosas.
Los siguientes fragmentos están tomados del libro Venecia Negra, escrito por Javier Cófreces y Alberto Muñoz, editado en Buenos Aires en septiembre de 2003. En el capítulo VII, El cuaderno rescatado, presentan una versión de los escritos hallados en 1874 del que se conservan sólo unas veinte páginas.

La numeración (arábiga y romana) con que aparecen los textos responde a la apuntada por Turner / Están destacadas en bastardilla las palabras que el pintor prefirió escribir en italiano, por lo general, para cerrar algunos de sus apuntes.

17. He leído una vez en Finomeno que dios se complacía mostrándose en lugares húmedos. El agua sería un vehículo de la divinidad; quizá sea ése el motivo por el cual la estadía en Venecia me resulte tan perturbadora y, a la vez, un punctum caecum.
1o5. El encanto del cielo y la luz de las estrellas apartan el mundo desolado. La noche tiene los colores del mar. Navego en silencio.
CXII. La luna permanente y el agua discontinua. Así hay que comenzar cualquier biografía. Ayer viajé en una pequeña embarcación.../ Entrados en el mar, fuimos visitados por un prisma de colores que bajaba de una cúpula octogonal. Tomé unos apuntes en estado de bruma. Las hojas del cuaderno se mojaban y la tinta se diluía por efecto de la humedad, como si alguna fuerza propia se encargara de hacer desaparecer los bocetos y las palabras: comulgar.
132. Los maestros holandeses me han dado una pequeña idea: cerrar los ojos.
175. Acostumbrado a los incendios, mis ojos vieron ayer una quema de papeles en el notariado. Uno de los libros tardaba en arder, habían desaparecido sus tapas y en la humedad de las hojas resaltaban centenares de firmas. Los garabatos se retorcían deshaciéndose, desapareciendo para siempre de la victoria del tiempo. El viento se llevaba algunos papeles encendidos, la queja de los gondoleros era natural; más allá los perros husmeaban en la podredumbre.
225. No les daré lo que esperan de mí. Destruyan mis dibujos. Arrojen al mar mis apuntes. Olviden mis pinturas. Partiré hacia donde no me esperen. Viajaré sujeto a la misma tempestad que azota mi alma. Nada detendrá mi anhelo de respirar el aliento de Dios.
291. De haber sido un dios, no habría perpetuado la imagen; la imagen ha destronado la posibilidad de lo semejante. El pensamiento que busca la imagen es rastrero, aquel que busca lo semejante es divino.
para ver algunas obras de Turner: http://www.ibiblio.org/wm/paint/auth/turner/

  • Simone Weil
Todo poder es inestable, ya que los instrumentos del poder, armas, oro, máquinas, secretos mágicos o técnicos, existen siempre por fuera de aquel que dispone de ellos y pueden ser tomados por otros

Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social
(1934)
  • Jan Kott. La varita mágica de Próspero
...La Tempestad es sobrecogedora y severa, lírica y grotesca; es -como todas las grandes obras de Shakespeare- un apasionado reajuste de cuentas con el mundo real. Para comprender así La Tempestad hay que volver al texto shakespeareano y al teatro shakespereano. Hay que apercibir en ella un drama de los hombres del renacimiento y de la última generación de los humanistas. En este sentido, pero sólo en éste, puede encontrarse en La Tempestad una autobiografía filosófica de Shakespeare y el summum de su teatro. La tempestad se convertirá en un drama de ilusiones perdidas, de amarga sabiduría y de frágil, aunque tenaz, esperanza. Reaparecerán en La Tempestad, entonces, grandes temas renacentistas: de utopía filosófica, de los límites del conocimineto humano, de la unidad del hombre y de la naturaleza, del avasallamiento de la naturaleza por el hombre, de lo que amanza el orden moral. Entonces veremos en La Tempestad el mundo contemporáneo de Shakespeare: el de los grandes viajes, de los recién descubiertos continentes y misteriosas islas....


....Veremos la época en la cual se había realizado una revolución en la astronomía, en la fundición de los metales y en la anatomía, época de la unificación de los científicos, filósofos y artistas; de la ciencia por primera vez universalizada, de una filosofía que había descubierto la relatividad de todos los juicios humanos; época de los más soberbios monumentos de la arquitectura y de los horóscopos astrológicos efectuados por encargo del papa y de todos los monarcas; época de las guerras de religión y de las hogueras de la inquisición, de un lujo de civilización hasta entonces desconocido y de las pestes que diezmaban las ciudades; veremos un mundo magnífico, cruel y dramático, que de repente pone de manifiesto todo el poderío del hombre y toda su miseria; un mundo donde la naturaleza y la historia, el poder de la realeza y la moralidad fueron despojados por primera vez de la consagración teológica.


...El teatro isabelino representaba el mundo. Encima del teatro shakespeareano, en el teatro "The Globe", había un enorme dosel sembrado de los dorados signos del zodíaco que simbolizaba el Cielo. Era todavía, como en la edad media, un Theatrum Mundi. Pero un Theatrum Mundi después de un terremoto.





Continuará...

martes, diciembre 27, 2005

Harold Pinter. Escribir para el teatro

No soy un teórico. No soy un comentador confiable ni con autoridad para hablar de la escena dramática, la escena social, o escena alguna. Escribo obras, cuando me las arreglo, y eso es todo. Es absolutamente todo lo que hay. Así es que hablo con cierta reticencia, sabiendo que hay al menos veinticuatro aspectos posibles sobre cualquier afirmación particular, dependiendo de dónde estés parado en cada momento o de cómo se comporte el clima. Una afirmación categórica, creo yo, nunca permanecerá donde está ni será finita. Estará inmediatamente sujeta a modificación por las otras veintitrés posibilidades que hay en ella. Ninguna afirmación que haga, por lo tanto, debería ser interpretada como final y definitiva. Un par de ellas pueden sonar finales y definitivas, incluso puede ser que sean casi finales y definitivas, pero no las voy a considerar como tales mañana, y entonces me gustaría que ustedes no lo hicieran tampoco hoy. Dos obras mías de larga duración han sido estrenadas en Londres. La primera estuvo en cartel una semana y la segunda, un año. Por supuesto que hay diferencias entre ambas obras.
En La fiesta de cumpleaños empleé una cierta cantidad de guiones en el texto, entre frase y frase. En El cuidador recorté los guiones y usé puntos suspensivos en su lugar. Así que en lugar de decir: "Mirá, guión, quién, guión, yo, guión, guión, guión", el texto quedó como "Mirá, punto, punto, punto, quién, punto, punto, punto, yo, punto, punto, punto". Así que es posible deducir de esto que los puntos tienen mayor aceptación popular que los guiones y por eso El cuidador duró mucho más que La fiesta de cumpleaños. El hecho de que en ninguno de los casos se pudieran oír los puntos y guiones en la función va más allá de nuestra cuestión. No se puede engañar mucho tiempo a los críticos. Saben distinguir un punto de un guión a una milla de distancia, aun sin escuchar ninguno de los dos.
Me llevó un buen tiempo acostumbrarme al hecho de que la respuesta crítica y de audiencia en teatro sigue un patrón de temperatura muy errático. Y el peligro de un escritor es volverse presa fácil de las viejas angustias de incertidumbre y expectativa. Pero me parece que Düsseldorf me aclaró el panorama. En Düsseldorf, hace más o menos dos años, según la costumbre continental, salí a recibir el aplauso junto con el elenco de El cuidador al final de la obra en su primera noche. Fue inmediatamente abucheada con violencia por lo que debe haber sido la más selecta colección de abucheadores del mundo entero. Pensé que estaban usando megáfonos, pero eran pura boca. El elenco estaba tan emperrado como el público, no obstante, y salimos a saludar treinta y cuatro veces, siempre para recibir abucheos. A la trigésima cuarta vez quedaban sólo dos espectadores en la sala, todavía abucheando. Extrañamente, todo esto me templó mucho, y ahora, cada vez que siento un temblor ante la vieja incertidumbre y expectativa, me acuerdo de Düsseldorf, y estoy curado.
El teatro es una actividad pública, energética, enorme. Escribir es, para mí, una actividad completamente privada, se trate de un poema o de una obra, lo mismo da. Estos aspectos no son fáciles de conciliar. El teatro profesional, más allá de las inobjetables virtudes que posee, es un mundo de falsos clímax, tensiones calculadas, un poco de histeria, y una buena dosis de ineficacia. Y las alarmas de este mundo en el que supongo que trabajo se vuelven constantemente más extendidas e intrusivas. Pero básicamente mi posición se ha mantenido siempre igual. Mi responsabilidad no es para con los públicos, críticos, productores, directores, actores o mis colegas en general, sino para con la obra entre manos, sencillamente. Les advertí sobre las afirmaciones definitivas pero parece que acabo de hacer una.
Normalmente comienzo mis obras de una manera bastante simple; encontrando un par de personajes en un contexto particular, arrojándolos los unos a los otros y escuchando lo que dicen, manteniendo mi olfato bien alerta. El contexto ha sido siempre, para mí, concreto y particular, y los personajes, también concretos. Nunca he empezado una obra a partir de ningún tipo de idea abstracta o teoría y nunca me representé mentalmente a mis propios personajes como mensajeros de muerte, perdición, Edén o Vía Láctea o, en otras palabras, como representaciones alegóricas de fuerza alguna en particular, fuere lo que fuere que significasen.
Cuando algún personaje no puede ser cómodamente definido o comprendido en términos familiares, la tendencia es la de encaramarlo en un estante simbólico, fuera de toda posibilidad de daño. Una vez allí, se puede hablar de él pero no es necesario vivir con él. De este modo, es bastante fácil armar una pantalla de humo eficaz, ya sea por parte de los críticos o de la audiencia, contra todo reconocimiento, contra toda participación activa y voluntaria. No llevamos etiquetas en el pecho, y si bien nos son permanentemente adosadas por los otros, éstas no convencen a nadie. El deseo de verificación por parte de todos nosotros, con respecto a nuestra propia experiencia y la experiencia de otros, es comprensible pero no siempre puede satisfacerse.
Yo sugiero que no puede haber distinción rígida entre lo que es real y lo que es irreal, ni entre lo que es verdadero y lo que es falso. Una cosa no es necesariamente verdadera o necesariamente falsa, puede ser tanto verdadera como falsa. Un personaje en escena que no puede presentar ningún argumento convincente ni información alguna en relación con su experiencia pasada, su comportamiento presente o sus aspiraciones, ni tampoco darnos un análisis comprehensivo de sus motivaciones es tan legítimo y digno de atención como uno que, de modo alarmante, puede hacer todas estas cosas. Cuanto más aguda es la experiencia menos articulada es su expresión. Más allá de cualquier otra consideración, nos enfrentamos con la inmensa dificultad, si no la imposibilidad, de verificar el pasado. No me refiero meramente a hace algunos años, sino a ayer, a esta mañana. ¿Qué es lo que tuvo lugar? ¡Cuál fue la naturaleza de lo que tuvo lugar? ¿Qué ocurrió? Si se puede hablar de lo difícil que es saber qué pasó ayer mismo, se puede tratar al presente, me parece, de la misma forma. ¿Qué está ocurriendo ahora? No lo sabremos hasta mañana o hasta dentro de seis meses, y entonces tampoco lo sabremos, nos habremos olvidado, o nuestra imaginación ya le habrá atribuido características bastante falsas al hoy.
Un momento es succionado y distorsionado, a menudo incluso en la hora misma de su nacimiento. Todos nosotros interpretaremos una experiencia en común de modo muy diferente, aunque preferimos suscribir a la idea de que existe un campo común compartido, un campo conocido. Yo creo que efectivamente hay un campo común compartido, pero que éste es más bien arena movediza. Dado que la "realidad" es una palabra muy firme y muy fuerte, tendemos a pensar, o a esperar, que el estado al cual hace referencia sea igualmente firme, asentado e inequívoco. Pues no parece serlo, y en mi opinión, no es ni peor ni mejor por ello.
Una obra no es un ensayo, y un autor tampoco debería bajo exhortación alguna dañar la consistencia de sus personajes inyectándoles ningún tipo de remedio o disculpa por sus acciones en el último acto, simplemente porque se nos ha llevado a esperar, llueva o haya sol, la "resolución" del acto final. Proveer una etiqueta moral explícita a una imagen dramática en evolución y compulsión parece facilista, impertinente y deshonesto. Donde esto tiene lugar no es en el teatro sino en un crucigrama. La audiencia sostiene el papel. La obra llena los blancos. Todos están contentos. Hay una considerable cantidad de gente en este preciso momento que reclama que algún tipo de compromiso claro y sensato sea develado sin lugar a dudas en las obras contemporáneas. Quieren que el autor sea un profeta. Hay ciertamente una gran cuota de profecía en la que los autores de hoy en día dan en regodearse, dentro de sus obras y fuera de ellas. Advertencias, sermones, admoniciones, exhortaciones ideológicas, juicios morales, problemas definidos con soluciones preconstruidas; todo puede acampar bajo el cartel de la profecía. La actitud detrás de esta clase de cosa podría resumirse en una frase: "¡Yo te lo estoy diciendo!".
El mundo está lleno de toda clase de autores, y en lo que a mí respecta "X" puede seguir cualquier rumbo sin que yo vaya a convertirme en su censor. Propagar una guerra falseada entre hipotéticas escuelas de autores no me parece un pasatiempo muy productivo y ciertamente no es mi intención. Pero no puedo evitar sentir que tenemos una marcada tendencia a acentuar, muy volublemente, nuestras vacuas preferencias. La preferencia por la "Vida" con V mayúscula, que se pretende como muy distinta de la vida con v minúscula, es decir, la vida que en realidad vivimos.
La preferencia por la buena voluntad, la caridad, la benevolencia, cuán facilistas se han vuelto estos dictámenes. Si tuviera que afirmar algún precepto moral éste podría ser: Cuidado con el autor que presenta su preocupación y que te deja sin ninguna duda sobre su mérito, su utilidad, su altruismo, que declara que su corazón está en el lugar correcto, y se asegura que pueda verse de cuerpo entero, una masa con pulso allí donde deberían estar sus personajes.
Lo que se presenta, demasiado frecuentemente, como un cuerpo de pensamiento activo y positivo es en realidad un cuerpo perdido en una prisión de definición vacía y cliché. Es claro que este tipo de autor confía absolutamente en las palabras. Yo por mi parte tengo sentimientos mixtos hacia las palabras. Moverme entre ellas, sortearlas, verlas aparecer en la página, todo esto me da un placer considerable. Pero a la vez tengo otra fuerte sensación sobre las palabras que asciende a poco menos que náusea. Tal peso de palabras nos confronta día a día, palabras habladas en un contexto como éste, palabras escritas por mí y por otros, el grueso de todas ellas una terminología viciada y muerta; las ideas interminablemente repetidas y permutadas se vuelven insípidas, trilladas, insignificantes. Dada esta náusea, es muy fácil ser vencido por ella y retroceder hasta la parálisis.
Me imagino que la mayoría de los autores saben algo de este tipo de parálisis. Pero si es posible confrontar esta náusea, seguirla hasta su médula, entrar y salir de ella, entonces es posible decir que algo ha ocurrido, incluso que algo se ha logrado. El lenguaje, bajo estas condiciones, es un asunto altamente ambiguo. Muy a menudo, bajo la palabra dicha, está aquello conocido y no dicho. Mis personajes me dicen tanto y no más, con respecto a su experiencia, sus aspiraciones, sus motivaciones, su historia. Entre mi falta de datos biográficos sobre ellos y la ambigüedad de lo que dicen se extiende un territorio que no sólo es digno de exploración sino que es obligatorio explorar.
Ustedes y yo, los personajes que crecen en una página, la mayor parte del tiempo somos inexpresivos, poco confiables, elusivos, evasivos, obstructivos, renuentes. Pero es de estos atributos que emerge un lenguaje. Un lenguaje, repito, donde, debajo de lo que se dice, se está diciendo otra cosa. En presencia de personajes que poseen un ímpetu propio, mi trabajo no es imponerles, ni sujetarlos, a una falsa articulación. Me refiero a forzar a un personaje a hablar donde no podría hablar, haciéndolo hablar de un modo en que no podría hablar, o haciéndolo hablar de aquello sobre lo que no podría hablar jamás.
La relación entre el autor y los personajes debería ser altamente respetuosa, en ambos sentidos. Y si se puede hablar de ganar cierto tipo de libertad a partir de la escritura, ésta no proviene de conducir a los personajes hacia posturas fijas y calculadas, sino de permitirles hacerse cargo, dándoles espacio legítimo para moverse. Esto puede llegar a ser extremadamente doloroso. Es mucho más sencillo, mucho menos doloroso, no dejarlos vivir.
Me gustaría dejar en claro al mismo tiempo que yo no considero a mis propios personajes descontrolados, o anárquicos. No lo son. La función de selección y ajuste es mía. Hago todo el trabajo pesado, de hecho, y creo que puedo decir que presto meticulosa atención a la forma de las cosas, desde la forma de una oración hasta la estructura general de la pieza. Esta voluntad de forma, para decirlo con suavidad, es de primerísima importancia. Pero creo que ocurre una cosa doble.
Uno ajusta y escucha, siguiendo las pistas que uno se deja a sí mismo, a través de los personajes. Y a veces se llega a un equilibrio, en el que la imagen puede libremente engendrar imagen y donde al mismo tiempo uno es capaz de mantener su mirada en el lugar en que los personajes están callados y escondidos. Es en el silencio donde a mí se me hacen más evidentes. Hay dos silencios. Uno, en el que no se dice palabra. El otro en el que quizás se está empleando un torrente de lenguaje. El discurso que oímos es una indicación de aquello que no oímos. Es una evitación necesaria, una pantalla de humo violenta, astuta, angustiosa o burlona que mantiene a lo otro en su sitio.
Cuando el silencio real acaece aún nos quedamos en medio del eco pero estamos más cerca de la desnudez. Una manera de mirar al discurso es decir que es una estratagema constante de encubrir la desnudez. Hemos escuchado muchas veces esa frase cansina, torva: "Falla de comunicación"? y esta frase ha sido adosada a mi trabajo bastante consistentemente. Yo creo lo contrario. Yo creo que nos comunicamos sencillamente demasiado bien, en nuestro silencio, en lo que no se dice, y que lo que sucede es una continua evasión, desesperados intentos de retaguardia para resguardarnos dentro de nosotros mismos.
La comunicación es algo demasiado alarmante. Entrar en la vida de otro es demasiado aterrador. Desenmascarar ante los otros la pobreza que nos habita por dentro es una posibilidad demasiado temible. No estoy sugiriendo con esto que ningún personaje en una obra pueda a veces decir lo que realmente quiere decir. Para nada. He descubierto que invariablemente llega el momento en el que esto ocurre, el momento en el que dice algo que tal vez nunca antes ha dicho. Y donde esto ocurre, lo que dice es irrevocable, y nunca puede ser retirado. Una hoja en blanco es una cosa tan excitante como aterradora. Es desde donde se comienza.
Luego siguen dos períodos más en el desarrollo de una pieza. El período de ensayos y la función. Un dramaturgo puede absorber una gran cantidad de cosas valiosas a partir de una activa e intensa experiencia en el teatro, a lo largo de estos dos períodos. Pero finalmente vuelve a encontrarse mirando la hoja en blanco. En esa hoja hay algo o no hay nada. No lo sabés hasta que no lo tenés arrinconado. Y no hay garantías de que te des cuenta entonces. Pero siempre queda un riesgo que es digno de ser tomado.
He escrito nueve obras, para varios medios, y en este momento no tengo la menor idea de cómo me las he arreglado para hacerlo. Cada obra fue, para mí, "un tipo diferente de fracaso". Y ese hecho, supongo, me puso a escribir la siguiente. Y si escribir obras me resulta una tarea extremadamente difícil, al tiempo que aún la entiendo como una especie de celebración, cuánto más difícil es intentar racionalizar el proceso, y cuánto más abortivo, como creo que les he demostrado claramente a ustedes esta misma mañana.
Samuel Beckett dice, al inicio de su novela El innombrable, "El hecho parecería ser, si en mi situación uno puede hablar de hechos, no sólo que tendré que hablar de cosas de las que no puedo hablar, sino que además, lo cual es más interesante, sino que además yo, lo cual es si fuera posible aun más interesante, que yo tendré que, me olvidé, no importa."
Harold Pinter.
Este discurso fue leído en abril de 1962 durante el National Student Drama Festival, en Bristol, Inglaterra, y figura como prólogo en el tercer tomo de obras teatrales de Harold Pinter que publicará próximamente Editorial Losada. Traducción: Rafael Spregelburd