Parecerá impertinente querer enseñarle a un excelente barítono como Gérard Souzay, pero un disco en el que este cantante registró algunas melodías de Fauré, me parece ilustrar claramente una mitología musical donde se reencuentran los principales signos del arte burgués. Este arte es esencialmente señalístico, no se da tregua hasta imponer, no la emoción, sino los signos de la emoción. Y es precisamente lo que hace Gérard Souzay. Si, por ejemplo, tiene que cantar una tristeza espantosa, no se contenta con el simple contenido semántico de las palabras, ni con la línea musical que las sostiene: necesita, además, dramatizar la fonética de lo espantoso, suspender y luego hacer explotar la fricativa doble, desencadenar la desdicha dentro del espesor mismo de las letras. Nadie puede ignorar que se trata de congojas particularmente terribles. Desgraciadamente, ese pleonasmo de intenciones no sólo ahoga la palabra sino también la música y principalmente su unión, objeto mismo del arte vocal. Con la música ocurre lo mismo que con las otras artes, incluida la literatura: la forma más alta de la expresión artística está del lado de la literalidad, es decir, de cierta álgebra. Es necesario que la forma tienda a la abstracción, lo que, como se sabe, de ningún modo es contrario a la sensualidad.
Precisamente, lo que el arte burgués rechaza es esa tendencia. El arte burgués toma a sus consumidores por ingenuos a quienes es necesario darles el trabajo masticado y sobreindicar la intención; teme que no se lo capte suficientemente (el arte es también una ambigüedad que contradice constantemente, en cierto sentido, su propio mensaje; sobre todo la música, que en si no es nunca ni triste ni alegre). Subrayar la palabra mediante el relieve abusivo de su fonética, pretender que la gutural de la palabra creuse* sea el pico que desgarra la tierra y la dental de seno la dulzura que penetra, es practicar una literalidad de intención y no de descripción, es establecer correspondencias abusivas. Es bueno recordar, por otra parte, que el espíritu melodramático que muestra la interpretación de Gérard Souzay es, precisamente, una de las adquisiciones históricas de la burguesía. Esa misma sobrecarga de intenciones la reencontramos en el arte de nuestros actores tradicionales que, como se sabe, son actores formados por la burguesía y para ella.
Esta especie de puntillismo fonético, que otorga a cada letra una importancia incongruente, llega a veces a lo absurdo: la reduplicación de las n de solennel* produce una solemnidad grotesca y resulta un tanto asqueante la felicidad que se pretende significar a través del énfasis inicial con que expulsa de la boca, como si fuera el hueso de una fruta, la palabra bonheur.**
Todo esto se vincula, además, a una constante mitológica de la que hemos hablado a propósito de la poesía: concebir al arte como una suma de detalle plenamente significante. La puntillosa perfección de Gérard Souzay equivale exactamente al gusto de Minou Drouet por la metáfora detallista, o a los trajes de las volátiles de Chanteclerc, hechos (en 1910) con plumas superpuestas una a una. Este arte está como intimidado por el detalle, que nada tiene que ver con el realismo; el realismo supone una tipificación, es decir una presencia de la estructura y por lo tanto del tiempo.
Un tal arte analítico está condenado al fracaso, sobre todo en música, cuya verdad puede ser sólo de orden respiratorio, prosódico y jamás fonético. Los fraseos de Gérard Souzay son destruidos permanentemente por la expresión excesiva de una palabra, encargada torpemente de inocular un orden intelectual parásito en la superficie sin costura del canto. Pareciera tocarse aquí una dificultad mayor de la ejecución musical: hacer surgir el matiz de una zona interna de la música y. no imponerlo desde el exterior como un signo puramente intelectual. Existe una verdad sensual de la música, verdad suficiente, que no tolera la molestia de una expresión. Es por eso que la interpretación de excelentes virtuosos nos deja tan a menudo insatisfechos: su rubato, demasiado espectacular, fruto de un esfuerzo visible en pos de la significación, destruye un organismo que contiene en sí, escrupulosamente, su propio mensaje. Algunos aficionados, o mejor aún, algunos profesionales que han sabido encontrar lo que se podría llamar la letra total del texto musical, como Panzera en canto o Lipatti en piano, consiguen no añadir a la música ninguna intención; no se obstinan servicialmente en torno a cada detalle, al contrario de lo que hace el arte burgués que siempre resulta indiscreto. Ellos confían en la materia inmediatamente definitiva de la música.
* Hueca, en castellano. Dejamos la palabra en francés para que tenga sentido la referencia fonética. [t.]
Mitologías
Trad. Héctor Schmucler
Madrid, Siglo XXI, 1999
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